2014-10-17

En defensa de la tauromaquia.

Por Sergio Zurita
Ahora que la tauromaquia ha sido prohibida en Cataluña, me llaman la atención la saña, la arrogancia y la hipocresía de los autoproclamados defensores de los animales. Sus argumentos parecen indestructibles. La crueldad contra los animales es algo que no debe permitirse, dicen. Y luego rematan, con los ojos inyectados de ira, que por qué no mejor me clavan banderillas y me pinchan los huevos a mí, o a cualquier otro que no esté de acuerdo con ellos.

En su discurso hay varios no conceptos. Es decir, afirmaciones que suenan coherentes y verdaderas, pero que realmente no lo son. Decir “no a la crueldad contra los animales” es como decir “no a la pobreza”. ¿Quién va a estar en contra? Nadie. Pero si yo digo que para acabar con la pobreza hay que abolir la propiedad privada, expulsar los capitales extranjeros y matar a todos los ricos (y las tres cosas se han hecho “por el bien” de muchos países) entonces habrá quien esté en contra.

Para hablar de crueldad hacia los animales, hay que ponernos de acuerdo sobre qué entendemos por crueldad.

Según Wikipedia, se es cruel “por indiferencia hacia el dolor ajeno”, y también “por la obtención de placer causando el sufrimiento de otros”. Entonces está clarísimo: sacar al ruedo a un toro, picarlo y luego matarlo para el disfrute de un público es un acto cruel. Esto es indiscutible.

El problema es que comerse unos tacos al pastor, una riñonada, una pechuga de pollo o un bistec, también es un acto de crueldad. A los cerdos, cabritos, pollos y reses que nos comemos también los mataron. Y cuando los mataron les dolió. Y somos indiferentes a ese dolor y gozamos comiéndonos a esos animales.

Todos los que comemos carne somos crueles. ¿No tan crueles como los taurinos? Entonces ya hablamos de grados de crueldad. ¿Quién es más cruel, alguien que se come sus jochos haciendo como que no son de animal, o un aficionado a la fiesta brava que disfruta ver morir a un toro?

Yo creo que en grado de crueldad, son iguales. Pero el carnívoro indiferente es, además de cruel, hipócrita. No está en contra de que maten a los animales, lo único que quiere es que no los maten en su presencia.

Hay gente que opina abiertamente que un animal vale más que un ser humano. El escritor Fernando Vallejo (La virgen de los sicarios, La puta de Babilonia) ha dicho: “el amor de mi vida son los animales”. Donó los 100 mil dólares del premio Rómulo Gallegos a una italiana que cuida perros famélicos. Ha hablado, como si se tratara de un genocidio, de los gritos de dolor de un cerdo que mataron en navidad cuando era niño.

Hasta aquí, Vallejo sólo parece un loquito, pero lean esta perla que escribió en Milenio:

“No sabes el desprecio tan grande que me producen los de las buenas conciencias; esto es, los hipócritas, los tartufos. Vivimos en un mundo inmoral de carnívoros y reprimidos sexuales. Ahora estos degenerados carnívoros y reprimidos sexuales resolvieron hacer de los curas pederastas los chivos expiatorios de su sociedad monstruosa. Los que hoy ponen el grito en el cielo porque un cura masturba a un muchachito son los mismos que se comen a los pollos, las vacas, a los cerdos, con la conciencia tranquila de buenos cristianos”.

Leyó usted bien: según Vallejo, cogerse a un niño es menos reprobable que comer carnitas. Él es sin duda el más repugnante de los animal lovers que yo conozco, pero hay otros que se le acercan. Hay una mujer que se besa en la boca con su perro, pero maltrata a la sirvienta. Esta misma mujer, cuyo nombre no menciono por no ser un personaje público, se para a medio periférico a salvar perritos, poniendo en riesgo la vida de los otros coductores y pasajeros.

Hoy, en el radio, oí a una catalana celebrando la prohibición de la tauromaquia en su tierra. “Se impusieron la razón y la compasión”, dijo entre vítores de sus compañeros de causa.

No se impusieron ni una ni la otra.

Para empezar, los toros que no participen en la fiesta brava en Cataluña serán corridos en otras regiones. Y si no hubiera tauromaquia en ningún lado, esos toros morirían en el rastro. Y como están hechos para la lidia, acabarían por extinguirse.

Para tener la razón, hay que responzabilizarse de pensar. Y los antitaurinos no se detuvieron a pensar ni un segundo. Acudieron al llamado del “no a la crueldad de la fiesta brava” como si fuera un dogma de fe.

No es razonable provocar que se extinga el animal que se quiere defender. Y no es compasivo mandarlos a morir a otro lado. Lo único que se impuso es la ignorancia y el populismo de personas que son fans de toros que han matado toreros, y que claman en Facebook que los toreros son “asesinos hijos de puta”.

En el ruedo, un torero tiene mucho qué perder. Hasta la vida. Los antitaurinos lo saben. Y se regodean viendo fotos de toreros volando por los aires. Los toreros se arriesgan voluntariamente a ser heridos y pueden morir. Cierto. Quienes obtienen placer a través de su sufrimiento son crueles. También cierto.

Si los toreros merecen crueldad, ¿qué merecerán los señores del rastro, que matan a los animales sin que estos puedan defenderse? ¿Son asesinos seriales? ¿Hay que lincharlos? ¿Y qué tal a los pescadores? ¿Acaso son menos crueles porque los peces no gritan?

Si usted considera criminal matar animales, vuélvase vegetariano ahora mismo. Pero entonces habría que preguntarse si no es también un acto de crueldad comerse los vegetales. ¿O que, la vida animal es superior a la vegetal? ¿Vida es vida, no?

Hacer que se prohiba algo solo porque no nos gusta es peligrosísimo para cualquier sociedad. Argumentando razón, compasión y derecho a la vida también se puede prohibir, por ejemplo, el aborto. Estar en contra de la tauromaquia debiera ser una decisión personal. A quien no le guste, que no vaya. Decir esto en Cataluña sería hablar a toro pasado. Pero en el resto del mundo aún hay tiempo de pensar.

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