2012-03-27

A estas horas de la locura Capítulo II

¿Qué hubiera sido de Jesucristo si nadie hubiera escrito los evangelios?

Matar había estado bien al principio, había sido suficiente. Pero ya no. Además no tenía energía eléctrica.

De haberla tenido, tal vez no habría tenido tiempo libre para mirar por la ventana de su departamento y pensar en ello. O mejor dicho, recordarlo, porque la frase la había leído en el mejor libro que había pasado por sus manos. Aun tenía una copia entre el par de pantalones negros que guardaba en el armario.

La primera vez que había asesinado a alguien se había dado su tiempo. Había acechado a su victima por días.

Linda mujer, de veintitantos años; cabello castaño, largo y levemente ondulado. La había conocido en el parque, vestida con ropa deportiva y deteniéndose a preguntarle la hora.

-          Las nueve con veinticinco minutos

La sala del departamento estaba compuesta por los clásicos tres sillones: para una, dos y tres personas en un color indefinido entre el gris y el café. Ni siquiera podía recordar donde los había comprado. Estaban colocados de forma que ninguno estorbaba al otro y todos los que se sentaban podían ver la televisión sin importar el lugar que eligieran. Un detalle extraño para alguien que nunca había recibido visitas.

Volvió al parque la mañana siguiente pero se sentó suficientemente lejos de la pista como para poder ver sin ser observado. La mujer estaba dando vueltas de nuevo y era innegable que daba resultado: una figura perfecta, deseable por donde se le mirara. Pero no había un deseo sexual en el fondo, al mirarla (día tras día, siempre cambiando de sitio) lo único en lo que podía pensar era en dominarla, en mostrar su poder y su superioridad ante ese ser perfecto. Años de humillaciones y maltratos, destruidos de golpe al someter a una criatura que encarnaba la perfección.




Una pequeña mesa de plástico, blanca, con su juego de cuatro sillas apilables servía de comedor, pero rara vez la utilizaba. El sillón de una plaza tenía todavía un plato vacio la mañana que recordó la frase del libro.

La falta de energía, sumada al aburrimiento matutino lo orillo a girar el sillón de forma que pudiera observar por la ventana.

Cuando se decidió a llevar a cabo su plan (elaborado durante largas noches de insomnio) consiguió un bote de lejía. La lejía tiene gran aplicación para la limpieza del hogar; además puede utilizarse como blanqueador o para quemar las huellas dactilares. En cualquiera de los casos el olor suele ser insoportable.

La cocina tenia estufa, fregadero y una vitrina. Platos, vasos y tasas de un blanco aterrador se repartían por las repisas, dejando los cajones para los cubiertos.

Desconfiado del cloroformo y de muchos métodos que había visto en televisión e incapacitado para obtener pentotal sódico se apoyo en la navaja de Ockham: La solución más sencilla era sin lugar a dudas un golpe seco a la cabeza. Y así fue.

El cuarto tenía una cama matrimonial y un armario de madera sin ninguna clase de tinte. Bella madera al natural, sin ningún diseño llamativo. También tenía una puerta, que daba a un baño perfectamente limpio. Juego de baño verde bandera con una coqueta flor en el centro. Jabón neutro. Pasta blanca. Cepillo azul cielo. Bote de gel sin colorante.

Semanas de acechar a su presa le habían indicado un dato curioso y decisivo para llevar a cabo su plan. La  mujer era una hipócrita.

Vivía a quince minutos del parque al que iba todas las mañanas a hacer ejercicio. Esa mañana sus tenis no alcanzaron a mancharse en rojo con la grava del parque.

El armario contenía cinco camisas blancas, dos pantalones negros, dos pares de calcetines negros y un par de zapatos. Las corbatas, los pantalones de mezclilla y las playeras de colores formaban una pequeña montaña a un costado del armario.

El golpe fue seco. Ella no grito y él no tardo en subirla al auto. Al auto en el que ella había llegado al parque. La mujer era una hipócrita. Esa mañana sus tenis no alcanzaron a mancharse en rojo. No con la grava.

Entre el par de pantalones negros había un ejemplar en perfecto estado de Fight Club, la primera novela de Chuck Palahniuk. La del protagonista-narrador que nunca nos dice su nombre.

Mientras recordaba su primer crimen, mientras miraba por la ventana, se dio cuenta de que nadie le temía. Había matado a diez personas y nadie sabia de su existencia, nadie había dejado de dormir tranquilo.

La fama, se dijo a si mismo, la fama lo es todo.

Me conocerán. Seré una leyenda.

¿Qué hubiera sido de Jesucristo si nadie hubiera escrito los evangelios?

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